jueves, 17 de julio de 2008

Historia de un Cedro





Sonaba el teléfono insistentemente, era mi hermano Germán:

- Tengo mercancía bastante buena, pásate a verla.

- ¿Dónde?


- En el chalé del ciego, enfrente de la casa de Javi.


Me puse algo por encima y me encaminé hacia allí. Había pasado muchas veces delante de esa casa al bajar por la carretera, un grupo de coníferas impedían su vista completa. Nunca había cruzado su verja; era una casa de piedra bastante grande, de dos plantas y la guardilla, coronada por un tejado de pizarra inusualmente inclinado en esta zona. Debía ser de los años cuarenta o cincuenta, de la primera colonia de veraneantes, de ahí lo del tejado, pues era un signo de distinción cubrir con pizarra: daba más "caché". Cuando crucé la verja vi con más detenimiento los árboles: eran un grupo de coníferas, un par de cedros y unos cuantos abetos.


-Estos son los que vamos a cortar -dijo mi hermano señalándome un Abeto y dos Cedros de dimensiones considerables.

-No jodas -contesté- ¿estos árboles?

Eran tres ejemplares magníficos, se encontraban en perfecto estado y deberían tener alrededor de cincuenta años; total, nada para los años que pueden llegar a vivir.


-¿Qué han hecho? ¿Por qué quieren cortarlos?

- ... Y yo qué sé, he intentado quitárselo de la cabeza, pero no hay forma; les llevo dando largas desde hace seis meses, pero los corto yo o los cortan otros.







Podían medir cerca de venticinco metros, y uno de los cedros tenía sesenta centímetros de diámetro. No molestaban, situados en la fachada norte, no les quitaba el Sol; estaban lo suficientemente lejos de la vivienda como para que sus raíces no dieran problemas... no entendía por qué razón se tenían que sacrificar semejante ejemplares.

- ¿Están seguros?

- Y tan seguros, para la semana que viene los quieren fuera.

- ¿Así, sin más?


-Así, sin más, así es que si te interesa, ve llamando al del camión para recoger los troncos.


Por más que me gustara la idea, no paré de darle vueltas a la cabeza sobre el porqué de semejante fechoría. Seguramente lo habría plantado el abuelo, pensando en sus hijos, o en sus posibles nietos, ese abuelo que ahora estaba perdiendo la vista, quizás de eso se aprovecharan para decidir la tala. El hombre estaba muy mayor, ya casi no venía por la casa y ahora eran sus hijos y los hijos de sus hijos los que disfrutaban de ella. Me resultaba poco respetuosa la acción, pero acabé llamando al camión.



La tala fue algo complicada, como la de todos los árboles grandes que se encuentran cerca de una casa. Primero hay que desramar el árbol, para luego ir troceándolo de arriba abajo, atando la parte a cortar para controlar su caída; sin duda es un trabajo peligroso, pero para el mono de mi hermano estos trabajos están a la altura de su desmedida inconsciencia. El proceso del desramaje ofreció una coartada para prolongar unos días la vida uno de los cedros, pues como todo buen árbol que se precie, este tenia un inquilino, o mejor dicho, una familia entera: una pareja de pequeños autillos había considerado que ese árbol era un buen lugar para albergar su hogar y el de sus polluelos, cuatro en concreto. Comprobamos cuál era el periodo de nidificación y obtuvimos de los propietarios de la casa una moratoria, no sin reproches, hasta que los polluelos abandonaran el nido, así es que mi hermano comenzó de nuevo el trabajo con un abeto blanco y el otro cedro.


Pasados quince días ya estaban los troncos en el suelo, en piezas de unos cuatro metros aproximadamente. Estos proyectos de grandes árboles habían sucumbido a la alienación y desprecio humanos, su preciosa y rugosa piel oscura contrastaba con el verde del césped, y todavía se percibía en el ambiente el fuerte olor perfumado de los Cedros.


El camión se instaló de forma paralela a la valla, desplegó su pluma y con una suavidad impropia para semejante aparato fue alzando a la caja uno por uno todos los trozos de los troncos.


Ángel, la persona que habitualmente se encarga de recogerme los troncos grandes y llevármelos a casa, sabe que me importa mucho el trato que debe darse a este material, y normalmente hace su trabajo con bastante cuidado. Es una persona criada en el medio rural, y no entiende muy bien para qué quiero esos árboles, aunque sabe perfectamente qué es lo que hago con ellos, pero eso de la escultura le queda un poco lejos, sobre todo cuando lo que él ve no son figuras humanas; para él sólo hay una categoría en las esculturas, aquella que representa de una forma u otra algo humano, siempre ha visto las esculturas de su parroquia, vírgenes, cristos, etc. Otra cosa que tampoco puede entender es por qué se cortan esos árboles, puesto que para una persona criada cerca de la Naturaleza, sí tienen un sentido, aunque sólo sea el práctico, es decir, que al menos proporcionan sombra.






Una vez cargado el material, empleando toda la pericia que le fue posible para tratar de no dañar la corteza del árbol, nos dirigimos a mi casa. La tarde era buena, acababa de entrar el verano y aún no se hacía sentir el calor aplastante típico de esta estación; durante el camino íbamos bromeando sobre el destino de tan preciado material.


-Podrías hacer palillos, seguro que sacabas unas cuantas cajas -bromeaba- o ataúdes, que ahora se venden caros.

-Pues no te rías -contesté-, en la época de los egipcios se utilizaba esta madera por su perfume y su resistencia a la pudrición, eran destinados a los faraones y demás personas importantes.


Ángel volvió su cabeza y me hizo un gesto de extrañeza. Poco a poco fuimos ascendiendo la empinada cuesta que nos llevaba hacia la casa. Las copas de los dos primeros pinos asomaban por el camino. Maniobró y enculó el camión hacia la explanada donde yo apilo los troncos, justo bajo unos nogales que producen la suficiente sombra para preservarlos del sol directo; preparé unas maderas para que hicieran de durmientes sobre las que reposaran los troncos y comenzamos la descarga. Ese iba a ser el lugar donde iban a descansar hasta que encontrara su destino.




Tras dos años de reposo, y un sinfín de ideas sin cuajar, una empresa se interesó por mi obra: querían una pieza grande para el vestíbulo de su sede en la provincia de Toledo; era una empresa dedicada al medio ambiente y en esos momentos mi cabeza se encontraba dando vueltas y más vueltas sobre las posibles reconstrucciones de los árboles que por un motivo u otro ya habían dejado de serlo, por lo que encajaban a la perfección mis ideas con el objetivo moral o poético de la empresa, y, lo más importante, el Cedro cuadraba a la perfección para realizar una buena pieza. El proyecto fue cuajando, y la idea definiéndose más. El Cedro me esperaba todos los días para ir configurando, poco a poco, cómo sería el trabajo y la escultura final. Tenía dos trozos de tronco, uno de cuatro metros, perteneciente a la parte mas alta del árbol, por lo que se apreciaba notablemente su figura troncocónica, con un diámetro en la base de cincuenta centímetros y de treinta y cinco centímetros en la parte superior; a primera vista, su estado no estaba mal, aunque la corteza comenzaba a separarse (en algunos lugares ya se había desprendido). Esto era un pequeño impedimento, pues me gusta que en mis trabajos la corteza esté presente, pues es algo inherente a la imagen de un árbol; pero bueno, con paciencia podría llegar a recomponer una buena parte. El otro trozo era algo más corto, tres metros y medio, y pertenecía a la base; por tanto su diámetro era mayor, sesenta y cincuenta centímetros de diámetro. Su aspecto era bastante más cilíndrico, y con respecto a la corteza se encontraba en mejor estado; en principio elegí el primero, por cuestiones de orden estético y técnico, ya que la altura y la forma eran las más apropiadas para la idea final y más cercana a la imagen de árbol, y, técnicamente, era más factible, ya que los espadines de las motosierras que utilizo tienen una longitud máxima de cuarenta centímetros.






Después de cerrar el esbozo, llegó el momento de empezar el trabajo físico, y nunca mejor dicho, pues para acceder al tronco elegido debería retirar otros dos que había delante: la segunda porción del Cedro y uno de similares características de Pino, así es que no me quedó más remedio que contar con la ayuda de dos manos más -las de mi amigo Toño- y un par de buenas palancas de hierro. Al rodar los troncos me di cuenta de que bajo uno de ellos se había formado una barrera de tierra, probablemente producto de la escorrentía de algunas tormentas; este hecho me produjo un mal fario, pues si hay humedad y contacto con la tierra, hay pudrición; precisamente, era el que más me gustaba, el tronco cónico, no obstante, los separé y comencé a estudiarlos más profundamente. Hay un momento en el proceso en el que se deben realizar actos irreversibles, y ese momento cuesta trabajo enfrentarlo; le das vueltas y más vueltas y siempre existe el temor de equivocarte, de que no salgan las cosas como tú esperas, algo que resulta bastante frecuente, me refiero a que las cosas no salgan siempre a la primera.


Comencé a dibujar la silueta con la motosierra, con tranquilidad y tratando de concentrarme lo máximo posible, ya que significa la guía por la cual hay que profundizar, y en algunos lugares percibí un cambio en la dureza del material. Esto confirmaba mis sospechas de que había pudrición. Me dolió enormemente, pero no podía saber el alcance de la misma hasta que no seccionara el tronco completamente; este proceso duró unos tres días, tiempo más que suficiente para soñar entre los efluvios que emanaban del corazón del Cedro. El Cedro tiene un olor muy especial, más que olor es un intenso perfume que entra hasta lo mas profundo de la pituitaria y se alberga en ella durante bastante tiempo; es un aroma dulce, sensual, profundo pero fresco, un olor que a mí me hace navegar por el Nilo, acompañado de una cohorte de egipcios; también me traslada a las medinas de Marruecos, donde los artesanos se aplican en embellecer aún más, si es que se puede, este preciado material, aprovechando hasta la última rama de ellos. Durante estos ratos de peligrosa rutina con las motosierras, y bajo un sol de tormento, yo me diluía en el tiempo bajo los cascos protectores de los oídos viajando por todo el oriente, el conocido y el ensoñado. Este grato estímulo oloroso me ha ido acompañando en cada proceso de la elaboración de la pieza. Cuántas veces no habré pensado en ese peculiar personaje de Patrick Süskind llamado Jean-Baptista Grenouille, maestro de los maestros en el control de las esencias olorosas de las cosas; cómo me gustaría poder extraer el aroma de esas infinitas virutas que continuamente bañaban mi cuerpo mientras la motosierra profundizaba hacia el corazón del árbol.


Al fin llegó el momento en que la máquina doblegó a la Naturaleza y en un breve instante, cuando el corte fue total, cayó primero una de las partes y, sin esperar mucho tiempo, la segunda; estaba ansioso por ver en qué estado se encontraba la madera por dentro; sentía una tensión especial, pues de ello dependía la viabilidad de la pieza. Limpié bien de virutas y polvo los cortes y escruté minuciosamente de un extremo a otro; me gustaba y no me gustaba lo que veía: por una parte, el duramen se encontraba en buen estado, pero la albura presentaba signos inequívocos de otro tipo de vida, me refiero a los hongos y demás bichos xilofágicos. Era evidente que la Naturaleza continuaba con su trabajo, el de descomponer e integrar ese gran cadáver en el manto terreno. Este hecho me interesa mucho, ya que significa la continuidad, el cierre de un círculo de vida, y pone de relieve el concepto de totalidad y de equilibrio que significa la Naturaleza, algo que sale de ella y vuelve poco a poco a ella. Al mismo tiempo, la presencia de ciertos hongos y xilófagos modifican la estética a la que estamos acostumbrados al ver la madera de un árbol, pues alteran el aspecto de ésta con modificaciones en el color o la densidad, en el caso de los hongos, y cambios más matéricos en el caso de las galerías construidas por xilófagos; en esta ocasión el tronco había servido de cobijo y alimento, a la "Urocerus gigas" o avispa de la madera, y el corte sobre el tronco dejaba a la vista bastantes túneles seccionados por los que transitaban las grandes y blancas larvas. Todo esto me hizo pensar acerca de la conveniencia o no de utilizar este tronco para realizar la pieza. Las próximas horas nocturnas se presentaban activas, había que decidir al respecto.



Tras una noche intensa, como había presagiado, el día amaneció muy claro, quizás debido al viento que había estado soplando; enseguida el Sol comenzó a calentar y yo sin dudarlo dos veces, y no sin grandes contradicciones, me armé con las motosierras y me dispuse a seccionar la otra parte del tronco, la más cilíndrica, pues aunque no era la que más me gustaba, no dejaba de ser cierto, por otro lado, que parecía estar mucho menos atacada que la anterior porción, y al rodarla pude comprobar que la corteza se encontraba en muy buen estado, algo que no sucedía en el otro tronco; eso sí, existía un pequeño problema: era de mayor sección y el espadín de mis motosierras no iban a poder traspasar todo el rollo. Decidí resolver esa cuestión más tarde, el tiempo apremiaba, y comencé otro nuevo trazado; en breves minutos, el malestar por el trabajo extra se disipó al volver a invadir mi entorno el grato perfume que me envolvía y embriagaba de forma desmedida.


La motosierra concluyó su trabajo, pero no era suficiente, me quedaba la opción de pedir a alguien otra mayor. Eché un vistazo en Internet para ver modelos y precios por si me resultara oportuno comprar una, aunque nunca anteriormente la había necesitado, éste era un trabajo muy específico, y hubo un dato que me hizo replantearme la cuestión: aquellas herramientas eran mucho más pesadas que las mías, y, además, el espadín era más ancho, lo que sin duda iba a dificultar de forma considerable el trabajo. Tras mucho pensar se me ocurrió fabricar una broca muy larga que pudiera traspasar todo el tronco, y de esa forma marcarlo, para poder atacar el corte por la otra cara. Al final esto posibilitó que pudiera abrir el tronco y observar su interio: era bastante más uniforme que el anterior, y aunque también había presencia de la avispa y de algunos hongos, estos rastros eran mucho menores. La duda se materializaba en cuatro porciones.


Realmente, las piezas por encargo siempre encierran dudas, aunque conozcas muy bien a tu cliente y parezca que todo está muy claro mediante dibujos o maquetas, al final la pieza nunca es como se habia proyectado. Por múltiples factores, y es el escultor quien tiene que resolver de la mejor manera posible todas las variables que las circunstancias van marcando; pero siempre queda esa sensación de que tienes que acertar, a pesar de que el cliente conozca tu obra y ambos sepamos más o menos por dónde queremos ir; es mucho más sencillo ver una pieza y, si te gusta, llevártela. El problema sobreviene cuando la obra, por el espacio en el que va a ir ubicada, tiene que ser grande y, como es lógico, no está realizada. A veces, intentas hacerla a escala, pero incluso en esos casos la pieza final no siempre responde a las expectativas, ya que el tamaño es muy importante: depende de para qué idea particular, es decir, hay piezas que funcionan muy bien en unas medidas pequeñas y que no lo harían de igual manera al aumentar sus dimensiones.


Había que decidir pronto, los días pasaban y no quería que me pillase el toro. Al final opté por el trozo que se encontraba en mejor estado; ya únicamente me quedaba repasar el corte, desbastar con la radial, pasar la lijadora de banda, las orbitales, las imprimaciones, repasar la corteza, preparar la base, oxidarla, los hierros..., en realidad, sólo había dado el primer paso, pero era un gran paso; el resto era cuestión de tiempo, aunque el inconveniente que debía afrontar era bien grande, sobre todo al tratarse de la cuestión del tamaño, ya que eran piezas excesivamente pesadas.





De igual forma que se trabaja con las manos, es muy importante trabajar con la cabeza: imaginar cada uno de los pasos que debes dar, estableciendo un orden en cada una de las acciones. Así se facilita el trabajo, pues anticipas los problemas y estudias las posibles soluciones. Este es un trabajo para las horas de sueño, no hay nada mejor que replantearte, al final de cada día, lo que has hecho, y lo que has de hacer a la mañana siguiente. En esos momentos, siempre te queda un hueco para pensar en el árbol, en la persona que lo plantó, en su resurrección, o cualquier otro pensamiento que tenga que ver con ese ser. Una de las reflexiones que han tenido ocupada mi cabeza durante algunas semanas es la capacidad que poseen los árboles de perdurar en el tiempo, después de muertos, siempre que se mantengan unas mínimas condiciones. Cualquier otro ser vivo sucumbe mucho antes a la degradación y desintegración de su parte material; la madera, sin embargo, puede durar cientos y cientos de años, sin apenas cuidados, mostrándonos, si cabe, una belleza acrecentada por el tiempo.


Los días fueron pasando, y con ellos cada etapa del trabajo, primero la radial para desbastar, luego las lijadoras, que iban descubriendo grano a grano la hermosa veta del árbol; a continuación el pulido, para acrecentar más aún la nitidez de su dibujo; entre tanto el tiempo también trabajaba, de las tonalidades amarillenta y aceitunada que mostraba en un principio, iba cambiando a dorada y rojizo asalmonado que mostraba el corazón del tronco. Resultan muy curioso los cambios que se producen en el color de las maderas al ser expuestas a la luz solar. Cada árbol reacciona de forma distinta ante este suceso y ahora no iba a ser distinto de los demás, aunque al principio me molestaba esta trasformación, con el paso del tiempo acabó agradándome y de qué manera.



Se iba acercando el final. Tan sólo quedaba coser con los hierros y unir la pieza a la peana de acero: labor compleja, ya que debía casar las diferentes partes, ya de por sí pesadas, y trabajar con todo el conjunto al mismo tiempo, lo que significaba triplicar el peso y aumentar notablemente el volumen. Sin duda para este menester iba a necesitar la ayuda de un par de personas. Entre tanto, mi pensamiento ya giraba alrededor del lugar de destino de la escultura; al final, este Cedro iba a pasar el resto de sus días en un mausoleo acorde con su dignidad; paradójicamente pasaría de ser un desecho despreciado, sin importancia para nadie, a ser un motivo de admiración o, cuando menos, de observación por parte de numerosas personas que visitarían su mausoleo sin ellos saberlo.


La obra esta acabada -en principio-, porque sé muy bien que una pieza nunca debe estar acabada, ya que sino estaría muerta. Pero el tiempo sí que se agotó, así es que el próximo lunes, 1 de septiembre, un camión vendrá a recogerla para llevarla a su lugar de destino, y éste será el último obstáculo para terminar de una manera feliz la historia de este Cedro.