Seguramente, la idea de subirse a un árbol para esquivar un peligro no es nueva: Un perro que te muerde, un oso que se te echa encima, una ola gigante que te va a absorber....en este caso, el equilibrista ha optado por elevarse sobre la crisis- (What crisis?)-, trepando a un plátano de sombra para esperar allí a que pase de una vez este tremendo tornado; aunque es bastante probable que sopese la posibilidad de instalarse definitivamente en él.
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Contaba con trece años, cuando por culpa de una crisis económica - que siempre acaba transformandose en social y personal- tuve que dar con mis huesos en un internado; un gran internado en La Coruña, que recibía el nombre de Universidad Laboral "Crucero Baleares". Para los que no lo sepan, dicho nombre aludía a un barco de guerra con no sé que méritos que participó con el ejercito franquista en la guerra civil española. y allí lucia, en la explanada que daba acceso a la Uni, imponente en altura, el mástil de dicho barco contemplando el desfile de críos tristes arrastrando maletas imposibles que entraban al recinto como si fueran al matadero.
Combatir las sensaciones que provoca la ausencia de tus seres queridos, familiares y amigos, no resulta un trabajo fácil, pues aunque el centro albergaba cerca de mil internos, la residencia en la que vivía era ocupada por unas doscientas personas y la pequeña habitación en la que dormía era compartida con siete alumnos más, siempre, a pesar de todo ello te acompañaba la nostalgia y el vacio
Si algo me ayudaba a llevar con cierta alegría aquella situación eran dos lugares, uno, la ría, la hermosa, amplia y cambiante ría, donde muchas veces acudía a coger berberechos, bigaros, almejas y demás bivalvos que luego comíamos crudos con un poco de limón como nos habían enseñado los mariscadores y la otra un pequeño bosque de grandes castaños que quedaban algo apartados de las residencias. Este era uno de mis lugares preferidos para escapar de la soledad en grupo y encontrarme con la mía propia.
En aquel lugar, los fines de semana sobre todo, cuando la mayor parte de los alumnos partían para pasar esos días con sus familias, yo me entregaba a ese pedazito de naturaleza; preparaba en un atillo cuatro cosas: los retos del desayuno, unos cigarrillos, las cartas de mis anhelados amigos recibidas en la última semana y el animo de encontrarme con ellos a través de mi imaginación. Entonces, trepaba a un viejo y robusto castaño, y me perdía entre su copa. Allí pasaba las horas muertas volando en sueños hasta mi barrio, abrazaba a la morena niña de pelo largo que llevaba en mi corazón y entre rama y rama oliendo el frescor de las hojas dejaba que el tiempo pasara. En esos momentos aun consciente de la distancia que me separaba, o precisamente por eso, era feliz .