Llegó un buen día o mejor dicho una noche, en la que Zimmer se dio cuenta de que algo estaba sucediendo en su cuerpo; al principio no le daba importancia, era solo una mala noche, quizás producto de los excesos, de un trabajo alargado con alguna escultura pesada, de una sobredosis de tabaco o de una mala digestión de una cena pesada; pero aquello se instaló poco a poco hasta que se hizo presente todas y cada una de las noches sin posibilidad de vuelta atrás. Cada noche, a eso de las cinco de la madrugada el cuerpo avisaba al cerebro, y este a Zimmer de que algo no iba bien, los huesos, los malditos huesos le dolían hasta hacerle perder el sueño, hasta despertarlo sin ningún tipo de piedad de cualquier viaje que él estuviera haciendo placenteramente. La zona lumbar le gritaba desesperadamente, después los hombros y ningún cambio de postura le calmaba, era el cumulo de los esfuerzos que había realizado a lo largo de su vida, los pesados troncos, los trasiegos de esculturas de un lado para otro, las malas posturas - obligadas- con maquinarias nada livianas; cuantas horas con Cintia, la fisioterapeuta, la de las manos milagrosas, cuanto dinero gastado en masajes, pero el no podía evitar el trabajo, era su vida. Entonces , se levantaba, y cogía un cuaderno donde bocetaba futuras piezas, o se sentaba en su viejo sofá para escribir cuatro palabras, cuatro pensamientos, al principio con rabia pero poco a poco esta se transformaba en resignación.
Aquellas noches el cuerpo le hablaba, le contaba el tiempo pasado, le susurraba que la vasija estaba casi llena y que no podía ya con más.
Zimmer dormía desde hacia ya largo tiempo pegado a un pulverizador de suero; a veces se le atascaba una flema en la garganta que le impedía respirar con normalidad, las toses repletas de mucosidades le despertaban con los ojos desencajados como si hubiera tenido una visión fantasmagórica, como si hubiera visto a la muerte en plena faena; esto también era un efecto secundario de su trabajo, además de su adicción por el tabaco; recordaba sus primeros años de trabajo con la madera en un pequeño espacio, respirando siempre entre una nube de polvo y serrín casi siempre perfumada según la madera que fuera; también recordaba su etapa de carpintero en la que barnizaba los muebles con un potente y mortífero barniz aplicado a pistola, sin ventilación y sin mascarilla, hasta que se dio cuenta de lo perjudicial que podía llegar a ser - quizás demasiado tarde- pero siempre pensaba en su trabajo no en él, y menos en un mañana para él muy lejano y en el que hoy ya estaba instalado. Ahora, en la noche, tenia tiempo para recordar cada vez que se veía obligado a humedecer sus vías respiratorias para liberarlas de las malditas mucosidades. Ahora, cuando ya no podía arreglar esos desaguisados, Zimmer se levantaba y esperaba la salida del sol, a veces eran horas, y frió, pero esperaba con anhelo este momento, algo esperaba para nacer, no para morir; entre las montañas aparecía su bola de fuego, su amigo de muchos días, de muchas noches, entonces cogía la cámara y captaba ese momento de transición, cada día distinto, pero siempre breve, apenas unos minutos y se daba cuenta de la poca distancia que hay entre la noche y el día, entre la vida y la muerte.