Cuando eres niño, hay veces que buscas algún lugar donde recogerte, un lugar quizás parecido al vientre materno, en el que estar a solas contigo mismo. Entonces, te metes bajo una mesa, o debajo de la cama, cubres todo con un trapo grande o una manta y te llevas algún preciado tesoro a ese pequeño espacio, y así, arropado por el silencio y en una cierta penumbra, hablas solo, sueñas con los ojos abiertos o vuelas por el infinito.
Salvando las distancias y los tiempos, el lugar preferido para resolver mis asuntos es el bosque. Me gusta perderme en su silencio, ese silencio sonoro solo roto por las musicales ráfagas de aire que hacen ondear las copas de los pinos o por el canto libre de los pájaros. En ese espacio me siento empequeñecido, pero al mismo tiempo protegido, recogido en algo muy superior; los sentidos se abren de par en par, el olfato persigue los rastros de aromas y fragancias difíciles de encontrar en otros lugares, el oído se regala con trinos y gorjeos reiterativos que invitan a la comunicación. Entonces es cuando me doy cuenta de que existen otros seres además de los humanos. ¿Cuándo has sido consciente por última vez del canto de un pájaro en libertad?; el tacto despierta con el frescor del agua limpia de los arroyos y se acaricia con el aterciopelado manto de los musgos, o nota la dureza y rugosidad de piedras o cortezas de árbol y la vista..., la vista descubre un universo a cada paso que das.
El bosque es un templo donde los árboles por excelencia gozan de protagonismo, algunos por su tamaño, otros por su espectacular frondosidad, por su lujurioso aspecto o por su colorido follaje. Hoy en día son un reducto de variedad de vida, pequeñas islas rodeadas de civilización; si en un metro cuadrado de terreno boscoso encontramos una docena de seres vivos diferentes, en un metro cuadrado de asfalto, no encontraremos ninguno; si te tumbas en una pradera y observas a tu alrededor, podrás encontrar un universo ante ti, pero si te tumbas en una calle de cualquier ciudad, probablemente solo te pisen o te atropelle un coche y no creo que veas más que las líneas rectas de las baldosas de las aceras. El bosque toca a la puerta del corazón animal que llevamos dentro, son muchos los siglos durante los cuales la humanidad ha formado parte de la naturaleza y ese vínculo despierta en mí cuando paseo por lugares aún no civilizados, en los que todavía pueden sentirse fenómenos naturales sin aditivos: colores, olores, sabores, sonidos, conforman una sinfonía que penetra en los cuerpos a través de los poros de la piel y que nos hace tomar conciencia del lugar que realmente ocupamos en el medio natural.
Son muchas las bondades que nos ofrece la naturaleza y es el lugar que, de mayor, he elegido para vivir mis sueños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario