Desde mi ventana veo despuntar el alba, veo ascender milímetro a milímetro una bola anaranjada por encima del horizonte, anunciándonos una nueva jornada. A veces las nubes bajas se apoderan de la tierra; entonces, el Sol se eleva sobre un mar de nubes ofreciendo un espectáculo sobrecogedor, los picos de las montañas emergen a modo de islas mientras el tímido calor del astro baña sus laderas. Poco a `poco, el cielo gana en azules y los sonidos se desperezan hasta llenar el vació de la noche;entonces no solo despierta mi cuerpo, mis pensamientos se ponen en pie y dan gracias, muchas gracias por esas dianas floreadas.
Desde mi ventana veo multitud de pájaros que van y vienen en sus quehaceres cotidianos: los rabilargos de sobrio colorido azul, marrón, negro y pardo, vuelan en grupo, haciendo el mismo recorrido a las mismas horas y emitiendo un pequeño graznido con el que se comunican; se diría que son aves de costumbres estables. Los carboneros y herrerillos comparten territorio, hábitos, vistosos colores y su afición por comer en nuestra ventana las migas de pan o galletas que les ofrecemos todos los días. Los chochines realizan piruetas en los troncos de los árboles en busca de cualquier comistrajo que echarse al pico. Los colirrojos alternan atalayas donde menear espasmódicamente su cola roja y avistar algún insecto despistado al que clavarle el pico. El petirrojo, social como ninguno, observa de rama en rama, sin alejarse demasiado y, si labras la tierra, estará a tu lado escarbando, mientras, luciendo figura en el azul del cielo, los buitres te otean como los dioses del aire, y las águilas, y los milanos, las cigüeñas... Después, llegado el verano, aparecerán las preciosísimas oropéndolas, de amarillo chillón y negro, grandes voladoras y esquivas, aunque perecen ante la dulzura de las ciruelas que hay frente a mi ventana. También los abejarucos, llegados de África con sus metálicos colores a cuestas. Desde mi ventana, se ven muchos pájaros... créanme, es verdad.
Desde mi ventana el transcurrir de las estaciones lo marcan los árboles, no los calendarios, aunque con este loco tiempo ya les resulta difícil saber en qué momento viven -como nos sucede a nosotros-. Ahora comienzan a dar señales de vida los ciruelos silvestres, junto con los albaricoques, más tarde los ciruelos claudios y los membrillos; posteriormente los cerezos, perales y manzanos, para entonces ya habrá vida por doquier en sus alrededores; flores blancas, rosadas, anacaradas, derraman un olor exquisito por todos los rincones e inundan de alegría el entorno.
El Otoño quiere competir con la primavera desplegando su paleta cromática: una hilera de chopos luce en amarillos y tierras sobre el verde del pinar, los cerezos despuntan en rojos de infinitos matices, los fresnos verdean hacia un pálido amarillo, los robles transforman su oscuro verdor en marrón gamuza suave; las llamativas flores, dan paso a los no menos vistosos frutos otoñales para asegurarse la atracción sobre paja ros y pequeños mamíferos que aseguren nuevas plantaciones; el campo se salpica de manchas de colores anunciando la quietud del invierno diriase que la muerte se viste de fiesta para dar lugar a nuevas vidas; es tal la variedad e intensidad de los colores, que el asombro que producen en mis ojos hacen nublar el resto de los sentidos.
Desde mi ventana siento el aire, a veces suave y cariñoso, otras furioso, gritando altivamente y agitando las copas de los árboles en un vaivén compulsivo, oigo su silbido. La lluvia también golpea mi ventana, en ocasiones casi con vergüenza, otras con más fuerza, pero siempre con ese olor inequívoco a vida. Cuando arrecia puedo percibir el nacimiento de un río, los primeros pasos de una corriente que quién sabe dónde y cuándo acabará. En ciertos días el cielo nos deleita dejando caer sobre nosotros grandes y blandos copos de nieve transformadores del paisaje: suprimen las referencias y los objetos parecen brotar del suelo como si de setas se tratara. A veces desde mi ventana viajo con las nubes viajeras, que el viento empuja formando y desformando figuras imposibles,que juegan al pilla-pilla o huelo las brumas bajas que dejan diminutas lágrimas sobre la tierra, humedad , frescor....
Desde mi ventana, al final de la jornada, durante tres o cuatro días cada veintiocho, aparece entre dos montañas o en la lejanía, según la época del año, una inmensa luna redonda que poco a poco se va haciendo presente iluminando con luz de plata el paisaje. Por el contrario, cuando se ausenta del todo la luna, el cielo se cuaja de pequeños brillantes de distintos tamaños formando racimos de insospechadas formas, que nos invitan a soñar que no estamos solos.
Desde mi ventana... veo tantas cosas...
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